Hincada sobre sus ruinas, una mujer busca alguna cosa que no haya sido destruida. Las fuerzas del orden han arrasado la casa de María Isabel de Mariani y ella hurga los restos en vano. Lo que no han robado, lo han pulverizado. Solamente un disco, el Requiem de Verdi, está intacto.
María Isabel quisiera encontrar en el revoltijo algún recuerdo de sus hijos y de su nieta, alguna foto o juguete, libro o cenicero o lo que sea. Sus hijos, sospechosos de tener una imprenta clandestina, han sido asesinados a cañonazos. Su nieta de tres meses, botín de guerra, ha sido regalada o vendida por los oficiales.
Es verano, y el olor de la pólvora se mezcla con el aroma de los tilos que florecen. (El aroma de los tilos será por siempre jamás insoportable.) María Isabel no tiene quien la acompañe. Ella es madre de subversivos. Los amigos cruzan la vereda o desvían la mirada. El teléfono está mudo. Nadie le dice nada, ni siquiera mentiras. Sin ayuda de nadie, va metiendo en cajas los añicos de su casa aniquilada. Bien entrada la noche, saca las cajas a la vereda.
De mañana, muy tempranito, los basureros recogen las cajas, una por una, suavemente, sin golpearlas. Los basureros tratan las cajas con mucho cuidado, como sabiendo que están llenas de pedacitos de vida rota. Oculta detrás de una ventana, en silencio, María Isabel les agradece esta caricia, que es la única que ha recibido desde que empezó el dolor.